La Playa
La playa amanece desnuda, se despereza en una luminosidad tibia que contrasta con el frescor del agua que forma parte de ella desde hace siglos. La playa está limpia, con una virginidad que la pleamar ha dejado en la arena, solo profanada por las huellas de gaviotas que ya levantaron el vuelo. El constante oleaje le susurra como un mantra eterno que no está sola, que el espejo del cielo que la baña de azules la protege y que su música la acompañará hasta que los océanos, otra vez secos, le roben la orilla.
Desde los matorrales y caminos poco a poco van apareciendo seres diminutos en proporción a ella, cargados de cosas que van salpicando la playa de colores, risas, toallas, neveras y toda esa ingente cantidad de artilugios que esos seres pequeños necesitan para ser felices y volver a jugar de nuevo como cuando eran más pequeños todavía. Se quitan la ropa, se untan cremas y aceites y se instalan en la playa, conscientes de su generosidad y capacidad infinita para dar placer y aliviar el cansancio de una vida que les ha elegido sin darles muchas opciones de cambiar el rumbo. Por unos instantes se recuperan a sí mismos y se sorprenden gritando al entrar en el agua, nadando entre peces, subidos a una tabla o vestidos de neopreno para descubrir tesoros ocultos y a veces capturar alguno de sus habitantes.
Esos seres pequeños abren sus neveras y engullen toda clase de viandas que por estar al resguardo de una sombrilla saben tan exquisitas como las del mejor restaurante de esa ciudad de la que han salido huyendo y a la que nunca querrían volver. La siesta cálida sobre la toalla salpicada de arena les lleva al mejor de los sueños, esos que tantas veces perdieron por el camino y el beso o la caricia de alguien les devuelve a ese beso suave que otro alguien les dejaba cada noche en la orilla de los años.
Al final del día, el regreso, la recogida de bártulos, la súplica de los niños para quedarse más tiempo en el paraíso, el sudor y la ropa pegada; en definitiva el precio que esos pequeños seres pagan por un poco de libertad, por un mundo sin reglas ni horarios, sin atascos y sin controles de velocidad en los caminos de arena que les devuelven a casa, mientras la tarde les dice adiós desde el agua.
El sol se acuesta, la playa disfruta de su soledad en penumbra, de su silencio de olas y pájaros, se baña y refresca por última vez antes de acostarse, bosteza y sonríe feliz de la felicidad de tanta gente que ha pisado su piel durante el día. Sabe que es única, que es la más deseada, la más buscada y añorada por quienes para seguir soñando eligen su imagen como fondo de pantalla de sus vidas.