Los abuelos
Son una nueva raza y alguien debería ocuparse de ellos: el cine, la literatura, la tele… Nunca una sociedad los necesitó tanto y les tendrá tanto que agradecer. Fueron abandonando los rincones olvidados de las casas: la toquilla, el brasero, la cachaba, la colilla gastada en la comisura de los labios, la mirada perdida… y se han echado a la calle, reclamando un espacio propio que se han ganado con creces.
Estos nuevos abuelos ya no van de negro, gris o malva, han vestido de colores sus arrugas y un nuevo brillo asoma en sus ojos, mientras le van ganando a los años la partida. Envidan desde la mañana temprano. Van a chica, a mayor, a pares y a juego. Van a por todas y su viaje ya no es de vuelta, sino otra vez de ida.
Muchos se jubilaron de sus trabajos para ascender a una categoría que en ellos, tal vez, no consiguieron. Porque nunca han sido tan importantes como ahora, ni han tenido tantas cosas que hacer, ni han sacado tanto jugo a su pensión… Y nunca pensaron que otras costumbres y estímulos iban a ser tan fáciles de asumir. Han cambiado las novelas de la radio o el café de las tardes por los dibujos animados, los superhéroes y las chuches de la tienda de la esquina, y disfrutan tanto con sus lentejas caseras como con esa comida rápida que vuelve locos a sus nietos.
Les ves en los parques, jugando con los pequeños, empujando cochecitos (a veces dobles), yendo a la compra con el pan debajo del brazo o cruzando una calle mientras sujetan una mano diminuta que en ninguna otra mano se sentiría más segura y querida. Les ves, recogiendo en el colegio a esos seres que han devuelto el sentido a sus vidas en presente, cuando muchos querían convertirlos en pasado. Es curioso que una sociedad que tanto sobrevalora la juventud tenga que depender, humildemente, de los que ya no lo son tanto, en una pirueta burlona en la historia de una humanidad con tanta inclinación a la amnesia.
Esos seres mágicos corren a sus brazos y se iluminan al verlos, porque saben que nadie les comprende mejor ni les consiente más, ni puede con una paciencia infinita contarles mil veces el mismo cuento, o ver la misma pelicula como si de un estreno se tratase. Saben que su amor es incondicional, que no se ponen nerviosos si hacen las cosas mal, que les hablarán despacio si algo no entienden y que sus dibujos, siempre, les parecerán preciosos y los guardarán como un tesoro para enseñárselos a todo el mundo.
Habría que tener un abuelo en cada casa, o varios. Son una fuente inagotable de ternura, de sabiduría, de equilibrio entre el pasado, el presente y el futuro. Tendríamos que aprender de ellos a no andar tan deprisa, a perdonar, a mirar de frente diciendo lo que piensan (y pensando lo que sienten), a jugar al mus y a echar comida a los nuevos pájaros que han vuelto a llenar sus nidos vacíos.