California tiene flores en el pelo… Así rezaba una canción de los sesenta y todos queríamos viajar al paraíso de la costa oeste americana, junto al Pacífico, y escuchar en vivo el nuevo sonido California, la tierra de los sueños como cantaban “The Mamas and the Papas”, esas dos parejas desiguales de largos cabellos que representaban la libertad de eterna sonrisa. Sus vidas no sonrieron eternamente pero eran “¡hippies!”, la palabra mágica que nos hacía portadores del secreto, del santo grial de la eterna juventud, el amor, la amistad, la música… ¿Se podía pedir más? Algunos mezclaron todo esto con ingredientes que les llevaron a años luz de su filosofía, transportados a un universo del que no supieron volver. Pero los demás soñábamos con conocer a chicos tan altos, rubios, tostados y musculados como los Beach Boys, surfeando sobre nuestras melenas lacias y brillantes.
Supongo que me delato con esta ensoñación sesentera, flores, paz… Lennon sabía tanto de paz y nos lo contaba tan bien que aún cuesta creer que alguien le cortase el aire y le dejase sin voz para siempre, aunque por supuesto no lo ha conseguido. Imagine… Teníamos todo por hacer, éramos la generación-regeneración, las chicas no esperábamos a que nos sacasen a bailar. Bailábamos solas y ellos eran nuestros amigos y compañeros, era el trato, aunque aún nos gustaba que nos regalasen flores para llevarlas en el pelo.
Hoy estoy en California y sí, Disneylandia existe. Yo voy una y otra vez con mis nietos, es el nuevo trato cada vez que vengo: me pongo el 3D en la imaginación y lo queremos ver todo, subirnos a todo hasta que se nos hace de noche y a regañadientes nos perdemos en la autopista mientras ellos se duermen. Me encanta California: sus naranjas, su vino, sus montañas, el estado donde ninguna cultura es extraña, donde siempre se puede encontrar un sueño si no te deslumbras con tanta abundancia que casi siempre es de otros. En Santa Mónica puedes pasar horas y horas escuchando a músicos callejeros que no cambiarían la calle por ninguna multinacional de la mentira. En Malibú, el Océano es tan intensamente oscuro que temes ser atrapada por uno de esos monstruos que vemos en las películas con protagonistas espectaculares a los que te encuentras aquí, paseando tranquilamente como si fueran tus inocentes vecinos.
Curiosamente el español está por todas partes, en calles y conversaciones, mientras en la madre patria nos damos de tortas por volver a la tribu, eso sí, de corbata y tarjeta de crédito, es decir, la no-tribu. Mientras -repito- en España nos atomizamos en un viaje reaccionario y miope, aquí el idioma se hace grande, inmenso y conciliador. Mal que a algunos les pese España es más grande fuera que dentro, gracias en gran parte a nuestros hermanos del sur, sobre todo mexicanos, emigrantes, trabajadores humildes, orgullosos de su cultura e idioma, que no saben decir “no” si hay que llevar unos dólares a casa y mejorar la calidad de vida de su gente. Como un tejido silencioso, cálido y amable han ido penetrando y enriqueciendo la sociedad hasta el punto de conseguir que después de mucho tiempo California vuelva a latir en español.
Yo me siento orgullosa y tranquila al ver que mi sueño americano de los sesenta se ha convertido en esta fusión diversa, generosa y multicultural, que mi espíritu hippie todavía intacto no era víctima de un espejismo, que mis nietos van a un colegio público donde les enseñan a cuidar un huerto y un jardín, que crecen en un espacio libre, sin nacionalismos ni luchas fratricidas, donde las normas de convivencia son el amor a la naturaleza, el respeto por el otro, la diversidad como suma, no como exclusión, la mezcla como conquista no como impureza… No sé si os suena algo así como “no pienso igual que tú pero daría la vida para que tú puedas hacerlo y puedas llevar si te hace feliz flores en el pelo”.