Llevo más de treinta años pidiéndole a Argentina que no llore por mí mientras voy dejando mis lágrimas por todos los escenarios del mundo. Este domingo esas lágrimas se multiplicaron en un concierto de despedida que me ayudaba una vez más a entender a un pueblo que se rompe de emociones y pasión cada día; un país lleno de talento y contradicciones que sólo desde él pude comprenderse.

Cantaba en la calle Corrientes, fecunda y bulliciosa, donde los teatros y los comercios luchan por engullirlo todo hasta el punto de parecer una acera y su reflejo. También el Río de la Plata crea el mismo espejismo, tan ancho que engaña a quien lo mira y cree que sólo tiene una orilla. Río-mar por el que tantos barcos trajeron hace tiempo: buscadores de fortuna, aventureros y gentes desesperadas que siempre encontraban una forma de salir adelante, trabajando a destajo, pero soñando con llevar a sus pequeñas aldeas un poco de luz.

Gallegos somos todos los españoles en Argentina. Me hablan de un paisano que se jugaba los dineros en el barco de regreso a España y se volvía para empezar otra vez de nuevo. La otra Galicia, las dos orillas del océano que se hacía pequeño para el hambre. Italianos en el barrio de la Boca, españoles en la avenida Mayo; todos iban tejiendo ese acento de añoranzas y recuerdos de otra tierra que aún alimentaba la raíz de su árbol. Hay que venir a Buenos Aires para tropezar en cada esquina con esas partes de España, Francia o Italia que crecieron iguales y distintas a las primeras. Esos Palacios con mansardas en cuyo interior aún parecen vivir el lujo, las fiestas y la exuberancia de otro tiempo. Muebles, alfombras, lámparas, vajillas… que llegaban en barco para hacer palidecer de tanta riqueza cualquier imagen de las residencias europeas.

He dicho adiós a Buenos Aires después de ese concierto que nos ha fundido una vez más en una sola piel. He querido decir adiós con un paseo en un día soleado por San Telmo, uno de mis lugares favoritos en la capital. Anticuarios en los que de una mirada encuentras sedas, vajillas, manteles, piezas de cristal, broches, relojes y todo lo que en un tiempo formó parte de la vida de tanta gente y ahora te contempla, inerte, como el Argos de Borges, a la espera de que alguien les rescate de la no existencia y vuelva a acariciarlos.

Nos hemos sentado en el viejo café de la esquina escuchando a Gardel y tomando un mate con cacahuetes. Nos hemos dejado enamorar por el tango que una pareja bailaba en la placita, no hay nada tan fascinante, seductor ni tremendo como el tango; ese encuentro desesperado de dos seres huyendo ensimismados del mundo, gesto serio y profundo él; oleaje y voluptuosidad, ella. Enredando la pierna en el espacio abierto de la vida para sacarla y lanzarla al infinito, arrastrada la punta del zapato, acechando el momento de atrapar a ese pájaro que juega y se te escapa entre los brazos que es el otro.

Suena un bandoneón, un alemán lo inventó cuando seguramente el vino le cambió de continente, arañando con su lamento el aire y la memoria. Me acompaña, cómplice y amigo, me dice adiós… Me pide que sonría. Él llorará por mí… eternamente.

Así empieza una canción de la compositora chilena Violeta Parra, un himno a todo lo maravilloso que la vida nos da a cada paso. Gracias a la vida y a mi deambular por el mundo, he sentido el abrazo de gentes y países con los que soñamos en la distancia. Gracias a la vida, hoy me abrazan también la cordillera de los Andes y el océano en esa franja larga y sorprendente que se llama Chile.

Hay que pisar esta tierra desde el hielo al desierto para entender la calma, la calidez y la sonrisa constante de su gente, que ni terremotos ni dictaduras ni su naturaleza hermosa y amenazante consiguen apagar. Descubrir el mar del Tabo y sus pescados frescos como el amanecer, degustar un ostrón recién cogido, donde seguramente el poeta Neruda los buscaba para degustar en su casa frente al mar, Isla Negra; un refugio que le protegía del tiempo y el odio, un paraíso perdido entre bosques para decir al mundo cosas tan tremendas como “sucede que a veces me canso de ser hombre”. El cansancio del poeta, el descanso en esta tierra que hoy recorro.

Valparaíso, puerto pujante y necesario antes de que otra preciosa tierra, Panamá, abriera sus venas de agua. Viña del mar o las viñas junto al mar que titila en este ultimo día en Chile, antes del adiós que me deja una emoción húmeda y caliente tras el último concierto. A punto de tomar el vuelo que me vuelve a conmover al sobrevolar esa cordillera imponente, inabarcable, apretada y majestuosa.

Gracias a la vida por dejarme una vez más disfrutar del milagro de este sur largo y estrecho, rico en vinos, mariscos, cobre y hospitalidad. Tierra de Mapuches, codiciada y poseída por españoles, irlandeses, alemanes y todos los que a través del Cabo de Hornos descubrían su belleza abismal como del fin del mundo. Gracias por sentir en el inicio de mi gira de despedida el amor de su gente y la seguridad de que “Hasta siempre”, que así he querido llamarla, no es una frase hecha sino la constatación de que todos estos años compartiendo encuentros han valido la pena.Gracias a la vida, como dice Violeta, aunque para ella no fue suficiente; gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la risa y me ha dado el llanto. Con ello distingo dicha de quebranto, los dos materiales que forman mi canto y el canto de todos, que es el mismo canto… Gracias, Violeta. Gracias, Chile.

Esta es la historia de una canción que pudo no ser. A veces pasa que las cosas pequeñas crecen y crecen sin que nos demos cuenta. Precisamente por ocupar un pequeño espacio en el que nadie repara, tienen vida propia y desde su invisible rincón se ríen cada vez que alguien las ignora.

Estos días, algunos amigos me mandan mails para decirme que “Juntos”, mi pequeña gran canción, ha sido la banda sonora en el ultimo capítulo de la popular serie “Cuéntame”, con imágenes incluidas como final. De pronto, he sentido la necesidad de hacerle un reconocimiento, algo así como un tributo a esa historia que ha conseguido hacerme cómplice de casi tres generaciones y que sigue arrancando una sonrisa cada vez que alguien decide saltarse los semáforos de la vida o fumarse un puro en el auténtico sentido de la palabra. Lo del bocadillo a medias es una buena imagen en los tiempos que corren y buscar magos se está convirtiendo en una necesaria forma de supervivencia.

Eran los finales de los setenta y una grabación dormía en un cajón por desacuerdo entre el productor, la compañía de discos y la cantante, que buscaba algo más que cancioncitas pegadizas. Es decir, la canción, como tantas otras, no vería la luz. Una mañana me despiertan de un sueño profundo de pelucas rubias y acento argentino para decirme que, mientras yo lloraba mi muerte cada día en un teatro, esa irreverente canción se había convertido en número uno gracias al oportunismo de mi compañía de discos y una coreografía estupenda que los niños, esos bajitos no tan locos, habían elegido con sorprendente entusiasmo.

A veces, cuando empiezo un concierto, les aclaro en clave de humor que, aunque tengo más de una treintena de discos, miles de conciertos…, soy la que canta Juntos. “Por si hay algún despistado”. Os podéis imaginar lo que se siente cada vez que en bodas, bautizos y comuniones, con los primeros compases, como activados por un resorte, todos salen a la pista en estado de trance para bailar con mi holograma la famosa canción.

Quién nos lo iba a decir cuando incluso un columnista bastante reaccionario dijo que había que prohibirla porque era una incitación a la anarquía. Hoy estará con tratamiento para el estrés, más de treinta años después, viendo el tranquilo e inocente panorama que le rodea y cómo está de suelta la peña.Yo, en cambio, estoy tremendamente agradecida a todos los que han adoptado esa canción como propia generación tras generación.

Todo esto no es una loa a mi trayectoria ni un ataque de ego repentino. Es la constatación de que las pequeñas cosas, otra vez Serrat, nos salvan muchas veces de la visión engañosa de las grandes. Que recuperar el tamaño de nuestra vida es valorar, disfrutar y descubrir todo lo pequeño, lo que a veces está más cerca, lo que no nos exige nada, pero siempre está acompañándonos, en silencio, sin llamar la atención, de una manera casi tímida, equívocamente inútil, con la reconfortante, fresca y maravillosa inutilidad de las cosas que no son un medio para conseguir algo sino suficientes en sí mismas.

No nos dejemos deslumbrar por lo grande despreciando lo aparentemente pequeño. A veces es solo cuestión de quitarle la lupa de aumento o desconectar el ordenador y se queda en nada o desaparece, mientras lo que de verdad merece la pena nos rodea esperando solamente que nos demos cuenta y busquemos el tiempo para compartir un delicioso café a medias.