Me llamo miedo, me alimento de mí mismo, de mi necesidad de poseer algo y la ignorancia de saber que mi propio miedo me hace sobrevolar la vida sin poder amarla lo suficiente.

Habito en todas partes, en el corazón de la gente, en sus casas, en su  mirada, en sus sueños, en sus decisiones y en sus sentimientos.
A veces siento una pequeña culpa al ser tan importante.

He cambiado el mundo muchas veces, he cambiado de bando y he inventado ganadores y perdedores, en una secuencia de la historia en la que al final todos perdían. Después he seguido reinando, a veces he sido el miedo a perder el privilegio de la victoria y muchas más a volver a ser víctima de otros o los mismos.

Entro en la vida de la gente sin que se de cuenta y ni siquiera cuando están llenos de mi saben distinguirme.

Se engañan pensando que deciden libremente, que aman libremente, que se alejan libremente cuando gran parte de sus movimientos están dictados por mi persuasión . He sido utilizado mil veces a lo largo de la historia, para someter, para aleccionar, para traicionar, para combatir. A veces me disfrazo de una causa justa, un peligro inminente o la necesidad de aniquilar al otro porque su miedo parece distinto, pero sigo siendo yo mismo inmisericorde.

Me deslizo por la sociedad, me derramo por las calles, los edificios oficiales, los grandes foros sobre población, economía, ecología e incluso he llegado a crear maravillosas obras de arte con solo mi presencia, Homero, Shakespeare, Dante o el Greco se han alimentado de mí para expresar la desesperación, la pérdida o la lucha por la hegemonía o el perdón divino. Si tan solo pudiera desaparecer por un tiempo, si pudiese evaporarme o diluirme en la nada como el humo, y liberar a tanta gente de mí, de mi presencia inmovilizadora. Dejarles volar, mirar al otro sin sentir la distancia o el abismo de lo que no se conoce y se presupone amenazante. Si pudiera quitar ese manto invisible que oprime y aprisiona de manera sutil e intangible.

Si pudiese gritarles que no son ellos sino yo quien intoxica sus mentes impidiéndoles ver la verdad, de las ideas, de los sentimientos, de todo lo que es posible hacer cuando no hay temor y la duda es solo una reflexión que no asusta.

Si pudiese insuflar a los que usan mi nombre en vano, el deseo de ser libres y dejar que los demás lo sean, porque ya la libertad es bastante condena en sí misma. Realmente tendría que estar orgulloso de todo lo que se hace y mueve por mi causa, orgulloso de mi poder capaz de crear bombas de exterminio y mecanismos de defensa que son incapaces de defenderse del auténtico enemigo,yo mismo, el mayor impulsor de barbaridades, dolor y fracasos del universo. Pero no, no me siento orgulloso, ni siquiera importante porque sé que aunque a veces consigo colarme por las rendijas del tiempo, siempre alguien, en algún lugar, en algún momento, me descubre y consigue arrojarme de su vida.

Y entonces aparece el rostro del que está en calma y sabe y escucha y piensa y elige.

Alguien que consigue volar libremente, sin cadenas, y si él consigue convencer a los demás de que yo existo, aunque no puedan verme, un día dejaré de cubrir de sombras el mundo y tendré que deambular solo, atemorizado, perdido y desterrado de los sentimientos que antes me pertenecían.

Y en ese instante, en ese preciso instante dejaré de llamarme miedo, para convertirme en simplemente un aliento ahogándose en una sonrisa.

Me han despertado los ruidos, alguien cortaba el césped muy cerca y también con un sonido de cuchillo afilado, seccionaba losas para alguna obra interrumpida. Nunca pensé que esos ruidos, en otro momento tan molestos, me iban a llenar de esperanza y arrancarme una sonrisa.

Se que es un espejismo, que aún estamos en ese limbo inmisericorde al que nos ha arrojado la pandemia, pero también siento que es algo parecido al     ruido de la vida que tanto he añorado en estos días, de esa vida pequeña de ritos y costumbres, nuestra pequeña y querida vida a veces huérfana de  grandes acontecimientos, pero hecha de pinceladas que al final componen el lienzo en el que respiramos casi sin darnos cuenta.

Ojalá a ese ruido se sumen pronto los olores de un café en una barra, una copa al caer la tarde en una terraza de la castellana, un grupo de amigos quitándose la palabra como tanto nos gusta a los españoles, o el color de las prendas de primavera en esa tienda de barrio en la que tienen tiempo para atendernos cada temporada.

Ojalá todos, los más, podamos disfrutar del sonido del mar, de las calles, de los atascos, de las tertulias, de los conciertos, del avión o el tren llevándonos hacia un sueño. Y a pesar de todo,busquemos un minuto sosegado de silencio por los que ya no podrán nunca más escuchar nada.

No sé por dónde empezar, realmente me gustaría decir, no sé cómo terminar, pero la pesadilla sigue, el desconcierto se instala en tu cabeza como un nido caído del árbol. A veces solo tengo ganas de llorar, viendo, imaginando tanto dolor por las ausencias inesperadas e innecesarias.

Nos hacen tanta falta, sus miradas, sus silencios, su generosidad, su memoria tranquila e intacta incluso cuando no se acordaban de nada y te contestaban con algo incoherente, no importa, porque la memoria son ellos, su sola presencia, el recuerdo de lo que fueron, hicieron y son, aunque a veces, esta vida de whatsap no les permita estar junto a sus seres queridos formando parte del paisaje cotidiano y diario como mi abuela y mis padres formaron del mío y del de mi hija.

Solo sé que ya no estarán más, y no sabemos por qué , cuando, confiados, creíamos tener bajo control un mundo que en el fondo no nos pertenece y del que somos huéspedes no siempre deseados.

A veces somos nosotros con nuestra ceguera confortable, quienes no somos capaces de escuchar las miles de señales que nos llegan desde el entorno y desde nuestro propio interior. Otras veces es la naturaleza implacable la que nos despierta del letargo para decirnos que ella sigue siendo la dueña y señora de todo y que bastante hace con regalarnos cada día nuestro más preciado tesoro, La Vida.

No, hoy no tengo ganas de cantar, veo que todos cantan y hacen vídeos para salvar el abismo y en cambio yo, justamente ahora, no puedo cantar, no puedo hacer casi nada porque un nudo en la garganta y el corazón me lo impide.

Y veo mi paloma en el jardín con sus alas desplegadas a punto de echarse a volar y me gustaría subirme en ella y que no fuese de piedra sino de viento. Me gustaría volar con ella a otro mundo, un mundo sin muerte, ni dolor y donde la vida sea solo eso, volar, respirar y flotar en medio del universo, sin peso en las alas.

Son una nueva raza y alguien debería ocuparse de ellos: el cine, la literatura, la tele… Nunca una sociedad los necesitó tanto y les tendrá tanto que agradecer. Fueron abandonando los rincones olvidados de las casas: la toquilla, el brasero, la cachaba, la colilla gastada en la comisura de los labios, la mirada perdida… y se han echado a la calle, reclamando un espacio propio que se han ganado con creces.

Estos nuevos abuelos ya no van de negro, gris o malva, han vestido de colores sus arrugas y un nuevo brillo asoma en sus ojos, mientras le van ganando a los años la partida. Envidan desde la mañana temprano. Van a chica, a mayor, a pares y a juego. Van a por todas y su viaje ya no es de vuelta, sino otra vez de ida.

Muchos se jubilaron de sus trabajos  para ascender a una categoría que en ellos, tal vez, no consiguieron. Porque nunca han sido tan importantes como ahora, ni han tenido tantas cosas que hacer, ni han sacado tanto jugo a su pensión… Y nunca pensaron que otras costumbres y estímulos iban a ser tan fáciles de asumir. Han cambiado las novelas de la radio o el café de las tardes por los dibujos animados, los superhéroes y las chuches de la tienda de la esquina, y disfrutan tanto con sus lentejas caseras como con esa comida rápida que vuelve locos a sus nietos.

Les ves en los parques, jugando con los pequeños, empujando cochecitos (a veces dobles), yendo a la compra con el pan debajo del brazo o cruzando una calle mientras sujetan una mano diminuta que en ninguna otra mano se sentiría más segura y querida. Les ves, recogiendo en el colegio a esos seres que han devuelto el sentido a sus vidas en presente, cuando muchos querían convertirlos en pasado. Es curioso que una sociedad que tanto sobrevalora la juventud tenga que depender, humildemente, de los que ya no lo son tanto, en una pirueta burlona en la historia de una humanidad con tanta inclinación a la amnesia.

Esos seres mágicos corren a sus brazos y se iluminan al verlos, porque saben que nadie les comprende mejor ni les consiente más, ni puede con una paciencia infinita contarles mil veces el mismo cuento, o ver  la misma pelicula como si de un estreno se tratase. Saben que su amor es incondicional, que no se ponen nerviosos si hacen las cosas mal, que les hablarán despacio si algo no entienden y que sus dibujos, siempre, les parecerán preciosos y los guardarán como un tesoro para enseñárselos a todo el mundo.

Habría que tener un abuelo en cada casa, o varios. Son una fuente inagotable de ternura, de sabiduría, de equilibrio entre el pasado, el presente y el futuro. Tendríamos que aprender de ellos a no andar tan deprisa, a perdonar, a mirar de frente diciendo lo que piensan (y pensando lo que sienten), a jugar al mus y a echar comida a los nuevos pájaros que han vuelto a llenar sus nidos vacíos.

La playa amanece desnuda, se despereza en una luminosidad tibia que contrasta con el frescor del agua que forma parte de ella desde hace siglos. La playa está limpia, con una virginidad que la pleamar ha dejado en la arena, solo profanada por las huellas de gaviotas que ya levantaron el vuelo. El constante oleaje le susurra como un mantra eterno que no está sola, que el espejo del cielo que la baña de azules la protege y que su música la acompañará hasta que los océanos, otra vez secos, le roben la orilla.

Desde los matorrales y caminos poco a poco van apareciendo seres diminutos en proporción a ella, cargados de cosas que van salpicando la playa de colores, risas, toallas, neveras y toda esa ingente cantidad de artilugios que esos seres pequeños necesitan para ser felices y volver a jugar de nuevo como cuando eran más pequeños todavía. Se quitan la ropa, se untan cremas y aceites y se instalan en la playa, conscientes de su generosidad y capacidad infinita para dar placer y aliviar el cansancio de una vida que les ha elegido sin darles muchas opciones de cambiar el rumbo. Por unos instantes se recuperan a sí mismos y se sorprenden gritando al entrar en el agua, nadando entre peces, subidos a una tabla o vestidos de neopreno para descubrir tesoros ocultos y a veces capturar alguno de sus habitantes.

Esos seres pequeños abren sus neveras y engullen toda clase de viandas que por estar al resguardo de una sombrilla saben tan exquisitas como las del mejor restaurante de esa ciudad de la que han salido huyendo y a la que nunca querrían volver. La siesta cálida sobre la toalla salpicada de arena les lleva al mejor de los sueños, esos que tantas veces perdieron por el camino y el beso o la caricia de alguien les devuelve a ese beso suave que otro alguien les dejaba cada noche en la orilla de los años.

Al final del día, el regreso, la recogida de bártulos, la súplica de los niños para quedarse más tiempo en el paraíso, el sudor y la ropa pegada; en definitiva el precio que esos pequeños seres pagan por un poco de libertad, por un mundo sin reglas ni horarios, sin atascos y sin controles de velocidad en los caminos de arena que les devuelven a casa, mientras la tarde les dice adiós desde el agua.

El sol se acuesta, la playa disfruta de su soledad en penumbra, de su silencio de olas y pájaros, se baña y refresca por última vez antes de acostarse, bosteza y sonríe feliz de la felicidad de tanta gente que ha pisado su piel durante el día. Sabe que es única, que es la más deseada, la más buscada y añorada por quienes para seguir soñando eligen su imagen como fondo de pantalla de sus vidas.

La luna se refleja en la superficie blanca de la piedra caliza y te sientes en medio de un resplandor envolvente, infinito, tienes la sensación de flotar en el universo y no entiendes que tanta belleza pueda estar a solo cuatro horas de un lugar donde la gente se sigue matando, donde la intolerancia y el fanatismo llevan a una de las más increíbles civilizaciones a la barbarie.

El desierto blanco descansa inalterable y eterno a solo cuatro horas de El Cairo. Llegas después de recorrer un difícil camino con esos todoterrenos que sobreviven destartalados a las inclemencias de las rutas imposibles. La arena y las dunas se van endureciendo y mezclando con formas calizas que parecen salidas de las manos de un escultor invisible que las retuerce, eleva y cincela hasta convertirlas  en las esculturas caprichosas que irrumpen de la superficie blanca de kilómetros sin  horizonte.

Enmudeces, corres, quieres pisarlo todo, tocar las formas, te dejas atrapar en ese espacio mágico que el hombre aún no ha teñido de sangre, es la naturaleza en estado puro, esa enorme lección de humildad que nos da cada vez que la dejamos sola, sin tocarla, sin violarla… Para violaciones ya están otros a solo cuatro horas de viaje.

Se monta un pequeño campamento con los tres coches y unas telas de colores colgadas y sobre el suelo. Pocas veces algo tan sencillo ha podido ser más cálido, acogedor y mágico: allí cenamos, bailamos, cantamos y nos reímos.

El egipcio es amable, amigo de las bromas, la música y el baile. Hablan con pasión de su tierra, de sus dioses pasados y tú lo entiendes recorriendo sus templos y Palacios de la mano del Nilo, ese río de vida que marcaba los tiempos, las cosechas y las celebraciones. Una civilización que consiguió como ninguna extraer de las estrellas y la tierra la sabiduría necesaria para vivir en armonía y para hacer de la muerte el más bello viaje después del camino.

Una pequeña tienda sirve para que los que hemos decidido no perdernos el milagro de la noche en el desierto blanco, intentemos dormir unas horas, solo las necesarias para salir y dejarte cegar por una luna llena que ha convertido todo en una inmensa superficie de cristal, no puedes hablar, te ciega tanta belleza, sientes que lo mejor de ti aparece reflejado en ese paisaje asombroso, sientes que no puede haber nada malo ni ruin ni mezquino en un mundo que contiene  esa visión… Solo un zorrillo te hace bajar a la realidad, lo persigues y se ríe de ti escapando.

A la mañana siguiente te vas con la sensación de que volverás algún día, de que todo el mundo debería ir a pasar una noche en ese desierto blanco.

Hoy veo los telediarios y aparece su imagen como una caricia.

Me volvía loca ponerme los zapatos de mi madre, mejor dicho sumergirme en los preciosos zapatos de tacón de aguja de mi madre. Era como dejarse caer por el árbol de “Alicia en el país de las Maravillas”. Enseguida aparecían colores, imágenes, perfumes, sonidos y todo lo que a una niña de 10 años le sugiere con su inocente mirada el mundo de los adultos. Los zapatos de mi madre dibujaban el umbral de un escenario en el que cantar, bailar y ser feliz era posible al mismo tiempo.

Mi madre pisaba fuerte con sus tacones y se lanzaba a la calle segura de su paso elegante y airoso, que le permitía contemplar desde esa altura la vida que le rodeaba. Su taconeo era rítmico, sonoro, y yo sonreía cuando su repiqueteo me decía que ya estaba en casa. Siempre admiré la claridad que mi madre tenía para decidir qué zapatos ponerse, los que mejor le sentaban y en los que mejor se sentía.

¡Qué importante es saber cómo quieres andar por la vida, qué zapatos quieres calzarte para ser tú mismo, y que nadie te cambie el paso, respetar y aceptar el paso del otro! Sí, ponerte también en sus zapatos, pero sintiendo y disfrutando los tuyos, los que te permiten mirarte al espejo cada mañana y andar libre y feliz sin tener que arrastrar un peso que no te pertenece y que los demás te quieren endosar para proteger su miedo y a ti te hacen frágil y vacilante en tu andar diario.

Aprendía muchas cosas con mi madre: cómo pintarse los labios, cómo hacer empanadillas, cómo conseguir que nuestra casa fuese el mejor espacio posible con y sin dinero, cómo decir lo que piensas es bueno para ti y los demás. Aprendí por ejemplo a jugar a las cartas, se juntaba con sus amigas y, a mi vuelta del colegio, todavía con el uniforme, me sentaba con ellas disfrutando de sus conversaciones y sobre todo de la merienda que interrumpía la partida de canasta para cambiar los naipes por los pasteles y ensaimadas.

En una de esas maravillosas tardes de mayores, una amiga le comentó a mi madre: “Fíjate, María Teresa, a fulanita el hijo le ha salido rana”. Ante la mirada interrogante de mi madre, su amiga insistió: “Que es del otro lado, de la acera de enfrente”. Esa era la manera de decir en aquel tiempo que alguien se salía del camino establecido. Desde mis diez años, a mí no me quedaba claro qué quería decir ser del otro lado: si es que solo había dos lados y unos estaban en uno y otros en el contrario y, en ese caso, en qué se distinguían y cuál era la línea divisoria que yo no veía por ninguna parte. Y si no pareciera lógico que para los del otro lado, los que estábamos en el opuesto, es decir en el otro, éramos los demás. De la misma manera que la acera de enfrente existía porque existía. La opuesta porque con una sola acera la calle no sería una calle sino una plaza y yo estaba harta de ver un montón de gente en la otra acera sin que me pareciese notar ninguna diferencia con la nuestra ya que en cuanto salíamos de nuestras casas todos nos mezclábamos y éramos los mismos alegres seres caminando en distintas direcciones según el objetivo de nuestros paseos.

Mi madre, sin dejar de mirar sus cartas y volviendo a lo de la rana, le preguntó a su amiga: “¿No conoces el cuento de la rana que se convierte en príncipe?”. Ante la perplejidad de nuestra invitada, mamá le dijo: “¿Sabes, querida? Esa madre tiene la inmensa suerte de tener un príncipe en su casa”. Zanjó la conversación tranquilamente y nos dirigimos al momento  más emocionante de la tarde, que era el de la merienda.

Tardé algunos años en comprender aquella conversación y sobre todo en aplaudir la forma en que mi madre dejó claro que, además de jugar a las cartas y merendar, en mi casa nadie negaba el pan y la sal a nadie, y menos por su diversidad sexual o vital, que ya hay bastantes seres marginados y humillados en el planeta porque otros lo permiten. Que cada uno decide con qué zapatos quiere transitar por la vida y los sueños, y que si su hija se disfrazaba cada vez que había visitas y montaba un número cantado y actuando, la solución era o no volver a comer nuestras riquísimas lentejas o relajarse y disfrutar  las lentejas y la representación.

Así que, amigos, sacad vuestros mejores y más lúdicos zapatos, pisad fuerte el asfalto y la vida, la mirada alta, la sonrisa abierta y a la calle a disfrutar del gran teatro del mundo que hoy es vuestro. Y ya sabéis: si os tropezáis con alguna rana, dadle un beso porque puede ser un príncipe.

La diosa se contonea, se mece, se perfuma, se pone las palmas en la cabeza, se baña de azules y turquesas y se ríe a carcajadas sintiéndose única, admirada, amada y mimada por quien tiene la suerte de tocarla, disfrutarla y descubrirla. Su piel es húmeda y canela, sus caderas se cimbrean al sentir la mejor música que emerge de sus venas. Es una sinfonía de sensaciones envolventes que te obligan a dejarte llevar al lecho que ella tiene como un tálamo en el medio del mar.

Su nombre es Puerto Rico y sabe a España con otro color, brisa y perlas de agua en la cara. Es difícil encontrar un paraíso del que uno jamás quisiera marcharse como esta isla en medio del Caribe, de vegetación cerrada y gente alegre y privilegiada. Es la América híbrida mitad norte y mitad sur que compra en dólares pero no hay moneda en el mundo por la que se venda, que habla un inglés mestizo e indómito, que sabe que sus raíces están en otros mares, África, España, y eso les hace distintos y soberanos.

En el viejo San Juan, nuestras ciudades del sur están reflejadas en los balcones, las plazas, las rejas, los portones. A veces es Cádiz con otra música asomándose a las ventanas y con esos colores a los que España tiene miedo y aquí surgen en cada fachada o esquina. Nombres traídos del otro lado del océano, iglesias coloniales, fortalezas que defendían la isla de los ataques piratas ansiosos por robar a los españoles la Perla del Caribe. Todo pasa ante nuestra mirada como algo conocido, familiar y sin embargo distinto con vida y sabor propios. Como ese delicioso Mofongo, plato típico entre otros que también saben a España, con el plátano como gran protagonista en toda la cocina boricua.

Hemos terminado esta primera parte de gira americana en Puerto Rico. No podíamos haber elegido mejor despedida. Hemos disfrutado del público maravilloso del teatro Bellas Artes de Caguas, pero también nos hemos bañado en sus playas, bailado hasta altas horas y dejado seducir por los Coco Locos y Las Piñas Coladas. Realmente lo necesitábamos todos después de esta maravillosa, agotadora y gratificante gira. La isla ha sido generosa con nosotros y nos ha dicho adiós como una amante benévola que espera sonriente el regreso del navegante para volver a recibirle con sus brazos morenos y cálidos… Hasta Siempre América. Jamás olvidaremos este recorrido de sur a norte por tus paisajes y gentes, ni tanto cariño. Una vez más… Gracias.

Pasearte por Miami Beach es tan desalentador como probarte el bañador de tu vida y comprobar que necesitas una talla más porque el diseño que te enamoró se deforma y estira convirtiéndose en algo irreconocible. O que los zapatos tipo coturnos que te pones para parecer una top sólo te producen un esguince al torcerte un pie a la primera palmera que cruzas.

Miami está llena de cuerpos imponentes enfundados en licras de colores que empiezan en la mitad del busto y terminan cuando menos te lo esperas, todos ellos subidos en tacones imposibles que crean un andar vacilante y sinuoso en un desfile multicolor y una plástica como de dibujos animados. Mientras, alguien te pasa al lado subido en un patín con traje de baño y pinta de no haber dado un palo al agua en su vida, o una limusina de cristales tintados te dice que dentro hay alguien que no quiere ser visto aunque tú lo ves más que si fuera andando entre la multitud.

Miami es la ciudad del placer, el diseño, el agua, las palmeras y un maravilloso Art Decó que marca la estética de hoteles, luces y neones, dando a sus calles un algo irreal como de película de los 40 ó 50 habitada por extraños personajes que llegaron en un viaje en cuarta dimensión de cualquier tiempo futuro. Es una ciudad excitante, lúdica y estimulante, donde el inglés y el español conviven con la más absoluta naturalidad formando un solo idioma.

En esta visita he tenido el privilegio de recibir las llaves de la ciudad por parte del alcalde de Miami, de apellido Regalado, haciendo honor al regalo que significa disfrutar de Miami, de su temperatura, sus canales de agua, sus playas y sus rascacielos. Siempre que llegas hay uno más rompiendo el cielo y componiendo en las noches una sinfonía de color junto a sus vecinos iluminados de cien colores cambiantes, como si la mano de un mago noctámbulo y caprichoso se dedicase a teñirlos y bañarlos con su paleta increíble.

Es muy difícil no sucumbir al encanto y seducción de Miami, la ciudad que nunca duerme y donde puedes encontrar lo que tus sueños y tu bolsillo te permitan. Eso sí: más te vale llevar un bolsillo abultado si no quieres pasar el día en la playa con un ‘hot dog’  y un café de Starbucks, que tampoco es mal plan, mientras ves a los surfistas y te preguntas que por qué no naciste un poquito más tarde, lo justo para que la tabla que les hace volar por las olas fuera tan familiar para ti como la bicicleta que tenías como máxima expresión de libertad.

Con o sin tabla, ha sido increíble cantar en esta ciudad de todos, sabiendo que toda América está aquí resumida, pidiéndote canciones de sus tierras lejanas de las que nunca se olvidan y a las que vuelven por un instante mientras cantan y se emocionan contigo. Una vez pensé en quedarme aquí en una casa junto al agua. Hoy estoy mirando a otro mar, pero es el mismo océano el que acaricia las dos orillas para que yo, convertida en sirena, pueda viajar hacia esta exuberante tierra y, varada en la arena, sentir de nuevo el color del neón en mis escamas y en mi alma.

¿Falta mucho para llegar? No, una horitica, estamos allá mismo. Pasan dos horas y media y por fin llegamos, atravesamos un paisaje frondoso lleno de variedades increíbles de árboles, buganvillas, bananeros… el río Cauca nos acompaña jugando con nosotros, aparece, desaparece y vuelve a cimbrear siguiendo el voluptuoso recorrido de una carretera llena de curvas que te eleva para luego descender. Estoy camino de Manizales después de dejar Medellín. Estoy en Colombia.

Nunca un nombre pudo llevar tanta música en sus letras, nunca un nombre pudo solo al pronunciarlo anunciar la belleza inmensa de este país de costa y sierra, de lluvia y sol. Nunca terminas de descubrir la diversidad de los paisajes recorridos por los ríos Amazonas, Magdalena y este Cauca que ahora nos acompaña. Esa misma riqueza que se refleja en su música, en sus joyas precolombinas como las filigranas únicas en perfección y diseño de los Tayrona, reflejo de las culturas que antecedieron a la conquista española.

Paramos en un típico establecimiento de carretera siempre al descubierto con su enorme parrilla para degustar una arepa de maíz con queso. Son tan ricas que podría alimentarme solo de ellas en mi estadía colombiana. Pero no, los colombianos, gente cálida, educada y maravillosa, te alimentan de muchas otras maneras; te regalan flores, collares, libros y, sobre todo, te regalan, por si se te olvida, pruebas constantes de cuánto te quieren, de cuánto aprecian que, incluso cuando esta tierra era tan injustamente golpeada por unos y otros, siguieras cantando para ellos sin el miedo paralizante que a muchos les desviaba de su camino.

Si hay una canción que me emociona al cantarla es la Ruana, esa que refleja con un respeto y admiración únicos el hecho histórico del mestizaje, a pesar de los episodios desafortunados, de la destrucción de tantos poblados autóctonos; a pesar de las luchas de los nobles españoles por disputarse unos a otros parcelas de esta tierra prodigiosa, cegados por el brillo del oro que viajaba a España para pagar guerras interminables. A pesar de ello, alguien escribe una canción diciendo algo tan bonito como… “La capa del viejo Hidalgo se rompe para ser ruana”. La ruana es un prenda de abrigo abierta por delante. “Porque tengo noble ancestro de Don Quijote y Quimbaya me hice una ruana antioqueña de una capa castellana”…

Comprenderéis la emoción que siento hasta las lágrimas al cantar esta canción, coreada por los miles de colombianos que han decidido acompañarme en este recorrido. Algún día volveré a esta tierra para bucear en las islas del Rosario, para montar sus caballos de paso fino, para contemplar sus esmeraldas y llevarme su brillo en la retina, para escuchar ballenatos de don Rafael Escalona, autor de música popular al que nunca le agradecí bastante que en la última etapa de su vida compusiera un ballenato con mi nombre. Él, seguramente, me estará sonriendo desde esa casa en el aire que compuso para su hija hace mucho tiempo, disfrutando de uno de los mejores cafés del mundo… el café de su hermosa tierra: Colombia.