Me llamo miedo, me alimento de mí mismo, de mi necesidad de poseer algo y la ignorancia de saber que mi propio miedo me hace sobrevolar la vida sin poder amarla lo suficiente.

Habito en todas partes, en el corazón de la gente, en sus casas, en su  mirada, en sus sueños, en sus decisiones y en sus sentimientos.
A veces siento una pequeña culpa al ser tan importante.

He cambiado el mundo muchas veces, he cambiado de bando y he inventado ganadores y perdedores, en una secuencia de la historia en la que al final todos perdían. Después he seguido reinando, a veces he sido el miedo a perder el privilegio de la victoria y muchas más a volver a ser víctima de otros o los mismos.

Entro en la vida de la gente sin que se de cuenta y ni siquiera cuando están llenos de mi saben distinguirme.

Se engañan pensando que deciden libremente, que aman libremente, que se alejan libremente cuando gran parte de sus movimientos están dictados por mi persuasión . He sido utilizado mil veces a lo largo de la historia, para someter, para aleccionar, para traicionar, para combatir. A veces me disfrazo de una causa justa, un peligro inminente o la necesidad de aniquilar al otro porque su miedo parece distinto, pero sigo siendo yo mismo inmisericorde.

Me deslizo por la sociedad, me derramo por las calles, los edificios oficiales, los grandes foros sobre población, economía, ecología e incluso he llegado a crear maravillosas obras de arte con solo mi presencia, Homero, Shakespeare, Dante o el Greco se han alimentado de mí para expresar la desesperación, la pérdida o la lucha por la hegemonía o el perdón divino. Si tan solo pudiera desaparecer por un tiempo, si pudiese evaporarme o diluirme en la nada como el humo, y liberar a tanta gente de mí, de mi presencia inmovilizadora. Dejarles volar, mirar al otro sin sentir la distancia o el abismo de lo que no se conoce y se presupone amenazante. Si pudiera quitar ese manto invisible que oprime y aprisiona de manera sutil e intangible.

Si pudiese gritarles que no son ellos sino yo quien intoxica sus mentes impidiéndoles ver la verdad, de las ideas, de los sentimientos, de todo lo que es posible hacer cuando no hay temor y la duda es solo una reflexión que no asusta.

Si pudiese insuflar a los que usan mi nombre en vano, el deseo de ser libres y dejar que los demás lo sean, porque ya la libertad es bastante condena en sí misma. Realmente tendría que estar orgulloso de todo lo que se hace y mueve por mi causa, orgulloso de mi poder capaz de crear bombas de exterminio y mecanismos de defensa que son incapaces de defenderse del auténtico enemigo,yo mismo, el mayor impulsor de barbaridades, dolor y fracasos del universo. Pero no, no me siento orgulloso, ni siquiera importante porque sé que aunque a veces consigo colarme por las rendijas del tiempo, siempre alguien, en algún lugar, en algún momento, me descubre y consigue arrojarme de su vida.

Y entonces aparece el rostro del que está en calma y sabe y escucha y piensa y elige.

Alguien que consigue volar libremente, sin cadenas, y si él consigue convencer a los demás de que yo existo, aunque no puedan verme, un día dejaré de cubrir de sombras el mundo y tendré que deambular solo, atemorizado, perdido y desterrado de los sentimientos que antes me pertenecían.

Y en ese instante, en ese preciso instante dejaré de llamarme miedo, para convertirme en simplemente un aliento ahogándose en una sonrisa.

Se miraron a los ojos, alguien los presentó, tropezaron en alguna parte o sencillamente se encontraron. Su vida comenzó a cambiar desde ese instante, poco a poco, lentamente al principio, después siguió creciendo como una espiral la necesidad de estar el uno con el otro. Empezaron a compartir tardes, días de cine, alguna excursión, conocidos. Pero sobre todo empezaron a compartir futuro, sueños largos y posibles. Se imaginaron juntos años más tarde, crearían una familia, lucharían por salir adelante hombro con hombro y aprenderían a quererse en las duras, y en las que más brillan en el árbol diciendo “cógeme y no tengas miedo”.

Sus amigos estaban felices viéndoles sonreír de esa forma tan distinta y sus familias tranquilas, por fin habían encontrado su otra parte. Era tan bonito, tan natural, tan “como toda la vida”. Algunos no lo veían muy claro, siempre hay aguafiestas que ponen peros a todo. Pero ellos se querían y nada podía hacerles desistir de la ilusión de estar juntos, de buscar una casa, comprar muebles, planificar las vacaciones y seguir mirándose a los ojos, mañana tras mañana, a pesar de las dificultades, las diferencias, las pequeñas  discusiones  sin importancia.

Un día algo cambia. Nada es lo que pensaban o lo que querían: el dinero, los hijos o quizás los pequeños demonios que a veces se esconden en el último rincón del alma, esperando el momento propicio para reclamar su espacio en la superficie. Los desencuentros aumentan, uno lo lleva mejor que otro, siempre pasa eso, uno aguanta mientras los cristales rotos y afilados del otro van cogiendo protagonismo. Hasta ocupar el antiguo espacio que el amor habitaba.

No hay solución, ni fuerzas, ni salida, ni esperanza, y el odio crece dentro como una planta dañina abonada por la miseria, los celos, la intolerancia o la locura. Él ya no soporta mirarla a la cara sin que la sangre se le suba al cuello. Ella es el problema. La vida sin ella, qué liberación, por fin libre aunque de esa libertad ya no pueda librarle nadie. Da igual el método o el momento, ni siquiera hace falta algo bien pensado y con astucia. Lo importante es acabar con ella, los hijos son lo de menos, ella los parió.

Por fin se dará cuenta de que cuando la miró por primera vez, no era para amarla y cuidarla, sino para poseerla, como se posee un coche o un teléfono móvil, algo que necesitamos para no sentirnos nadie y perdidos.

Una vieja copla de los maestros Quintero/ León/ y Quiroga dice así: “tenedle por dios clemencia, piedad tenedle los jueces, que yo le di la licencia para matarme cien veces”. Era una cantaora. Él decidió que suya o de nadie, la llamaban Ruiseñora. ¿A cuantas más van a apagar la voz cada día, hasta que alguien pare esto? El precio es demasiado alto… por una mirada.

 

P.D. En lo que va de año, en España,  más de veinte mujeres han sido víctimas de sus parejas…

Conocí a Adolfo Suárez a principio de los setenta. Es más, cuando yo daba mis primeros pasos en televisión, él era director de RTVE, en el año 73.

Conocí también a su hermano, Ricardo, y fui muy amiga de José María. Adolfo Suárez era el gran seductor, te convencía con su mirada dulce, su voz cálida y su tranquilidad en el gesto. También conocía el poder de su sonrisa, realmente era un hombre común con una especial aptitud para manejarse por la vida. Sin esas capacidades conciliatorias, la transición española hubiese sido imposible. Él consiguió aunar fuerzas, limar aristas y convencer a todos de que juntos éramos mejor, y que las antiguas rencillas debían eliminarse si queríamos construir una España donde todos cupiésemos.

En esa aventura tuvo dos aliados de excepción: el general Gutiérrez Mellado, fiel hasta el límite al proyecto de conciliación de los españoles; y Santiago Carrillo, con el que, desde las primeras de cambio, simpatizó e hizo de correa de transmisión en el partido comunista para su legalización. Sin olvidar por supuesto a esa criatura providencial que fue Carmen Díaz de Ribera.

Si vemos la fotografía del nefasto 23F, son esas tres figuras las que no se doblegan ante los golpistas. Eran un triángulo con un proyecto común, aunque ninguno de ellos estaba resultando cómodo a sus respectivos correligionarios.

España le debe mucho a Adolfo Suárez, un verso suelto que se salió del guión y consiguió lo imposible, establecer las bases del país que tenemos hoy con sus luces y sombras.

Me resulta imponente ver las colas de gente dándole el último adiós, pero me entristece la falta de memoria. El abandono al que fue sometido cuando quiso liderar un proyecto político al que los votantes, tal vez los mismos que le despiden hoy, dieron la espalda. Me entristece ver las caras compungidas de algunos políticos, cuando fue víctima de traición por más de uno (y muchos de su propio partido). La derecha tiene una especial habilidad para unirse y mantener su diversidad que, cuando las cosas no van bien, hace saltar por los aires la unidad conveniente y efímera. Me  produce asombro la solemnidad de algunas personas que le esquivaron cuando pensaban que  ya no hacía falta o estaba tomando caminos contrarios a sus intereses.

Esto es así, la desmemoria y la traición a veces van de la mano de las grandes manifestaciones y los gestos de teatral tristeza, no en todos por suerte, sin recordar cuando él, en su casa de la Florida, perdido en los recuerdos y las ausencias, apenas recibió el cariño y respeto que tantos le debíamos.

Vivo muy cerca de él, siempre sentía una emoción al pasar por su casa. Cuando vuelva a España volveré a pasar, despacio, para mandarle un beso con el viento.

Son una nueva raza y alguien debería ocuparse de ellos: el cine, la literatura, la tele… Nunca una sociedad los necesitó tanto y les tendrá tanto que agradecer. Fueron abandonando los rincones olvidados de las casas: la toquilla, el brasero, la cachaba, la colilla gastada en la comisura de los labios, la mirada perdida… y se han echado a la calle, reclamando un espacio propio que se han ganado con creces.

Estos nuevos abuelos ya no van de negro, gris o malva, han vestido de colores sus arrugas y un nuevo brillo asoma en sus ojos, mientras le van ganando a los años la partida. Envidan desde la mañana temprano. Van a chica, a mayor, a pares y a juego. Van a por todas y su viaje ya no es de vuelta, sino otra vez de ida.

Muchos se jubilaron de sus trabajos  para ascender a una categoría que en ellos, tal vez, no consiguieron. Porque nunca han sido tan importantes como ahora, ni han tenido tantas cosas que hacer, ni han sacado tanto jugo a su pensión… Y nunca pensaron que otras costumbres y estímulos iban a ser tan fáciles de asumir. Han cambiado las novelas de la radio o el café de las tardes por los dibujos animados, los superhéroes y las chuches de la tienda de la esquina, y disfrutan tanto con sus lentejas caseras como con esa comida rápida que vuelve locos a sus nietos.

Les ves en los parques, jugando con los pequeños, empujando cochecitos (a veces dobles), yendo a la compra con el pan debajo del brazo o cruzando una calle mientras sujetan una mano diminuta que en ninguna otra mano se sentiría más segura y querida. Les ves, recogiendo en el colegio a esos seres que han devuelto el sentido a sus vidas en presente, cuando muchos querían convertirlos en pasado. Es curioso que una sociedad que tanto sobrevalora la juventud tenga que depender, humildemente, de los que ya no lo son tanto, en una pirueta burlona en la historia de una humanidad con tanta inclinación a la amnesia.

Esos seres mágicos corren a sus brazos y se iluminan al verlos, porque saben que nadie les comprende mejor ni les consiente más, ni puede con una paciencia infinita contarles mil veces el mismo cuento, o ver  la misma pelicula como si de un estreno se tratase. Saben que su amor es incondicional, que no se ponen nerviosos si hacen las cosas mal, que les hablarán despacio si algo no entienden y que sus dibujos, siempre, les parecerán preciosos y los guardarán como un tesoro para enseñárselos a todo el mundo.

Habría que tener un abuelo en cada casa, o varios. Son una fuente inagotable de ternura, de sabiduría, de equilibrio entre el pasado, el presente y el futuro. Tendríamos que aprender de ellos a no andar tan deprisa, a perdonar, a mirar de frente diciendo lo que piensan (y pensando lo que sienten), a jugar al mus y a echar comida a los nuevos pájaros que han vuelto a llenar sus nidos vacíos.

Pasearte por Miami Beach es tan desalentador como probarte el bañador de tu vida y comprobar que necesitas una talla más porque el diseño que te enamoró se deforma y estira convirtiéndose en algo irreconocible. O que los zapatos tipo coturnos que te pones para parecer una top sólo te producen un esguince al torcerte un pie a la primera palmera que cruzas.

Miami está llena de cuerpos imponentes enfundados en licras de colores que empiezan en la mitad del busto y terminan cuando menos te lo esperas, todos ellos subidos en tacones imposibles que crean un andar vacilante y sinuoso en un desfile multicolor y una plástica como de dibujos animados. Mientras, alguien te pasa al lado subido en un patín con traje de baño y pinta de no haber dado un palo al agua en su vida, o una limusina de cristales tintados te dice que dentro hay alguien que no quiere ser visto aunque tú lo ves más que si fuera andando entre la multitud.

Miami es la ciudad del placer, el diseño, el agua, las palmeras y un maravilloso Art Decó que marca la estética de hoteles, luces y neones, dando a sus calles un algo irreal como de película de los 40 ó 50 habitada por extraños personajes que llegaron en un viaje en cuarta dimensión de cualquier tiempo futuro. Es una ciudad excitante, lúdica y estimulante, donde el inglés y el español conviven con la más absoluta naturalidad formando un solo idioma.

En esta visita he tenido el privilegio de recibir las llaves de la ciudad por parte del alcalde de Miami, de apellido Regalado, haciendo honor al regalo que significa disfrutar de Miami, de su temperatura, sus canales de agua, sus playas y sus rascacielos. Siempre que llegas hay uno más rompiendo el cielo y componiendo en las noches una sinfonía de color junto a sus vecinos iluminados de cien colores cambiantes, como si la mano de un mago noctámbulo y caprichoso se dedicase a teñirlos y bañarlos con su paleta increíble.

Es muy difícil no sucumbir al encanto y seducción de Miami, la ciudad que nunca duerme y donde puedes encontrar lo que tus sueños y tu bolsillo te permitan. Eso sí: más te vale llevar un bolsillo abultado si no quieres pasar el día en la playa con un ‘hot dog’  y un café de Starbucks, que tampoco es mal plan, mientras ves a los surfistas y te preguntas que por qué no naciste un poquito más tarde, lo justo para que la tabla que les hace volar por las olas fuera tan familiar para ti como la bicicleta que tenías como máxima expresión de libertad.

Con o sin tabla, ha sido increíble cantar en esta ciudad de todos, sabiendo que toda América está aquí resumida, pidiéndote canciones de sus tierras lejanas de las que nunca se olvidan y a las que vuelven por un instante mientras cantan y se emocionan contigo. Una vez pensé en quedarme aquí en una casa junto al agua. Hoy estoy mirando a otro mar, pero es el mismo océano el que acaricia las dos orillas para que yo, convertida en sirena, pueda viajar hacia esta exuberante tierra y, varada en la arena, sentir de nuevo el color del neón en mis escamas y en mi alma.

¿Falta mucho para llegar? No, una horitica, estamos allá mismo. Pasan dos horas y media y por fin llegamos, atravesamos un paisaje frondoso lleno de variedades increíbles de árboles, buganvillas, bananeros… el río Cauca nos acompaña jugando con nosotros, aparece, desaparece y vuelve a cimbrear siguiendo el voluptuoso recorrido de una carretera llena de curvas que te eleva para luego descender. Estoy camino de Manizales después de dejar Medellín. Estoy en Colombia.

Nunca un nombre pudo llevar tanta música en sus letras, nunca un nombre pudo solo al pronunciarlo anunciar la belleza inmensa de este país de costa y sierra, de lluvia y sol. Nunca terminas de descubrir la diversidad de los paisajes recorridos por los ríos Amazonas, Magdalena y este Cauca que ahora nos acompaña. Esa misma riqueza que se refleja en su música, en sus joyas precolombinas como las filigranas únicas en perfección y diseño de los Tayrona, reflejo de las culturas que antecedieron a la conquista española.

Paramos en un típico establecimiento de carretera siempre al descubierto con su enorme parrilla para degustar una arepa de maíz con queso. Son tan ricas que podría alimentarme solo de ellas en mi estadía colombiana. Pero no, los colombianos, gente cálida, educada y maravillosa, te alimentan de muchas otras maneras; te regalan flores, collares, libros y, sobre todo, te regalan, por si se te olvida, pruebas constantes de cuánto te quieren, de cuánto aprecian que, incluso cuando esta tierra era tan injustamente golpeada por unos y otros, siguieras cantando para ellos sin el miedo paralizante que a muchos les desviaba de su camino.

Si hay una canción que me emociona al cantarla es la Ruana, esa que refleja con un respeto y admiración únicos el hecho histórico del mestizaje, a pesar de los episodios desafortunados, de la destrucción de tantos poblados autóctonos; a pesar de las luchas de los nobles españoles por disputarse unos a otros parcelas de esta tierra prodigiosa, cegados por el brillo del oro que viajaba a España para pagar guerras interminables. A pesar de ello, alguien escribe una canción diciendo algo tan bonito como… “La capa del viejo Hidalgo se rompe para ser ruana”. La ruana es un prenda de abrigo abierta por delante. “Porque tengo noble ancestro de Don Quijote y Quimbaya me hice una ruana antioqueña de una capa castellana”…

Comprenderéis la emoción que siento hasta las lágrimas al cantar esta canción, coreada por los miles de colombianos que han decidido acompañarme en este recorrido. Algún día volveré a esta tierra para bucear en las islas del Rosario, para montar sus caballos de paso fino, para contemplar sus esmeraldas y llevarme su brillo en la retina, para escuchar ballenatos de don Rafael Escalona, autor de música popular al que nunca le agradecí bastante que en la última etapa de su vida compusiera un ballenato con mi nombre. Él, seguramente, me estará sonriendo desde esa casa en el aire que compuso para su hija hace mucho tiempo, disfrutando de uno de los mejores cafés del mundo… el café de su hermosa tierra: Colombia.

Así empieza una canción de la compositora chilena Violeta Parra, un himno a todo lo maravilloso que la vida nos da a cada paso. Gracias a la vida y a mi deambular por el mundo, he sentido el abrazo de gentes y países con los que soñamos en la distancia. Gracias a la vida, hoy me abrazan también la cordillera de los Andes y el océano en esa franja larga y sorprendente que se llama Chile.

Hay que pisar esta tierra desde el hielo al desierto para entender la calma, la calidez y la sonrisa constante de su gente, que ni terremotos ni dictaduras ni su naturaleza hermosa y amenazante consiguen apagar. Descubrir el mar del Tabo y sus pescados frescos como el amanecer, degustar un ostrón recién cogido, donde seguramente el poeta Neruda los buscaba para degustar en su casa frente al mar, Isla Negra; un refugio que le protegía del tiempo y el odio, un paraíso perdido entre bosques para decir al mundo cosas tan tremendas como “sucede que a veces me canso de ser hombre”. El cansancio del poeta, el descanso en esta tierra que hoy recorro.

Valparaíso, puerto pujante y necesario antes de que otra preciosa tierra, Panamá, abriera sus venas de agua. Viña del mar o las viñas junto al mar que titila en este ultimo día en Chile, antes del adiós que me deja una emoción húmeda y caliente tras el último concierto. A punto de tomar el vuelo que me vuelve a conmover al sobrevolar esa cordillera imponente, inabarcable, apretada y majestuosa.

Gracias a la vida por dejarme una vez más disfrutar del milagro de este sur largo y estrecho, rico en vinos, mariscos, cobre y hospitalidad. Tierra de Mapuches, codiciada y poseída por españoles, irlandeses, alemanes y todos los que a través del Cabo de Hornos descubrían su belleza abismal como del fin del mundo. Gracias por sentir en el inicio de mi gira de despedida el amor de su gente y la seguridad de que “Hasta siempre”, que así he querido llamarla, no es una frase hecha sino la constatación de que todos estos años compartiendo encuentros han valido la pena.Gracias a la vida, como dice Violeta, aunque para ella no fue suficiente; gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la risa y me ha dado el llanto. Con ello distingo dicha de quebranto, los dos materiales que forman mi canto y el canto de todos, que es el mismo canto… Gracias, Violeta. Gracias, Chile.

Así, con mayúsculas: MALETAS. Maletas con vida propia que van, vienen, desaparecen, se encuentran. Maletas que llevan nuestra vida dentro como un microcosmos íntimo y complejo; siempre falta algo, siempre sobra algo, van tranquilas y vuelven agitadas y dispersas, con otros acentos, sintiéndose extrañas al abrirse de nuevo en su lugar de origen. Algunas quisieran no volver nunca, otras se preñan de añoranzas y recuerdos. Algunas sienten que su materia ha cambiado, que ya no son las mismas ni volverán a su esencia vacía y plácida de su primer instante.

Las maletas son seres vivos rectangulares y almacenables, más dóciles y sufridas que sus dueños, pero seguras de estar habitadas por pequeños tesoros que, tras su aspecto anodino y neutro, nadie adivina. Saben que quien las hace y rellena sus rincones las ama y que en alguna parte algunos ojos se humedecerán cuando al abrirlas al otro lado del mundo descubran el amor de sus secretos. Vuelan cargadas de esperanza de una vida mejor, a veces casi vacías de todo lo que dejaron  atrás. Esperando llenarse de lo que en otro país alguien sueña y necesita.

Las maletas tienen estaciones, no son las mismas en verano, primavera, otoño… y disfrutan con ese privilegio que les permite llenarse de regalos en Navidad, de alpargatas y bañadores en vacaciones o de jerséis y calcetines cuando llega el invierno. No temen el cambio ni la incertidumbre, nacieron para viajar, para no estar quietas; no hay nada más triste que una maleta en un trastero o eternamente nueva, sin  heridas de guerra por el maltrato de aeropuertos o estaciones. Las  maletas ya casi nunca viajan en la baca de un coche atadas con cuerdas, se han hecho ultramarinas y van cómodamente, sin sobresaltos y a resguardo de la lluvia y el viento.

Mi maleta soy yo, viajera empedernida, pasajera del tiempo, tejedora de historias, tímida y exhibicionista, impaciente y tranquila. Todos mis mundos están en mayor o menor medida dentro de mi maleta: se observan, se reconocen, se toleran, han aprendido a quererse porque saben que esa maleta, sin cada uno de ellos, estaría incompleta, huérfana de sí misma.

Mi maleta soy yo deseando irme y llegar, con ese tiempo intermedio que me convierte en invisible y se llama tránsito. Es mi necesidad de no estar quieta, de sentirme inconclusa, siempre con una emoción llamándome desde alguna parte y una sonrisa traviesa y nueva entre los labios. Hoy estoy haciendo mis maletas para un largo viaje, por cielos y mares, pero ellas y yo sabemos que algún día nos separaremos porque el aire… no necesita equipaje.

¿Qué nos está pasando? Navegamos por la red como expertos capitanes hacia los confines del mundo, nos chateamos con las antípodas, nos sentimos omnipresentes como dioses. Todo está en nuestras manos. Sólo un toque y todas nuestras preguntas tienen respuesta.
¿Para qué vamos a intentar llegar al fondo de las cosas si la red nos dice, al segundo, todo lo que queremos saber? Hasta quiénes somos si algún día se nos olvida…Y no importa que apenas nos reconozcamos en la respuesta: nosotros estaremos equivocados, porque la red es la Biblia, incontestable, sabia y fría como una lápida.
Nos faltan horas para mirar nuestros artilugios, bajarnos aplicaciones para todo: cómo hacer el mejor sushi, cómo sortear los controles… Cualquier estupidez tiene una aplicación que rápidamente nos facilita la vida y nos aumenta la sensación de poder; montones de cordones umbilicales nos atan para que no tengamos miedo, para que no nos sintamos solos sabiendo que hay más solitarios sintiendo lo mismo.
Tengo miles de sugerencias para mi escritorio pero no consigo que nadie me diga dónde hay una aplicación contra el odio. Sí, contra ese odio dormido que llevamos dentro, que aparece cada vez que alguien no nos gusta, cada vez que vemos que una condena no nos parece suficiente y hay que tirar del pelo a quien no recibe, a nuestro mezquino entender, suficiente varapalo. Lo he visto en muchas imágenes del hombre cavernícola, el arrastre por los pelos o la agresión cobarde y anónima en la red cuando el odio se desata desde alguien que no tiene cara ni valor para odiar de frente.
Una aplicación con un atractivo icono para que esos seres que pagaron a sus hijos el colegio y algunos juguetes no les quiten la vida como si les perteneciera, cuando ellos no son capaces de transitar por la suya. Para que los que deciden usar ollas a presión contra alguien que inocentemente espera en la meta de un maratón el momento de abrazar a un ser querido no rompan un domingo con dolor y muerte ni mutilen sonrisas y puedan, con un simple dedo, cambiar el curso de tantas vidas con esa locura y odio del que se alimentan día a día.
Todos somos responsables: nosotros como sujetos pasivos y los que pueden cambiar las cosas y no quieren, los que nos utilizan y dejan que nos despellejemos en programas, vías o mensajes, los que no van por la calle casi nunca y habitan en la zona VIP de la vida (Vado de Impunidad Permanente). A salvo, sin pisar los charcos ,alimentándose del odio de los demás, enriqueciéndose con esta enajenación colectiva que no nos deja volar, que confunde evolución con progreso, talento con dinero y libertad con ignorancia.
Nosotros seguimos ávidos en este mundo interactivo de sordos, utilizando las nuevas tecnologías que otros han inventado, sin legitimidad moral, como apunta Ortega en “La Rebelión de las Masas”; creyéndonos con derecho a todo  por el mero hecho de poder adquirirlo, aunque no sepamos qué hacer con ello y se convierta a veces en nuestras manos en instrumento del odio. Lo malo es que no nos damos cuenta de que los leones del circo también han aprendido a navegar por la red.

El euro es a la economía del sur lo que un Agujero negro es al cosmos; un espacio por donde todo se escapa, capaz de tragarse lo que encuentra a su paso: ahorros, empleos, viviendas, vacaciones, sueños… sin un “átomo” de piedad.

El problema es que, como lo que entra en un agujero negro, no tenemos ni idea de a dónde va, simplemente desaparece, se esfuma, se desintegra, nos quedamos con cara de idiotas preguntándonos si nos hemos perdido algo de la película o sencillamente la película era una pésima historia contada por un pérfido director y con mas trampas que una de terror.

Si tenemos la suerte de que sea un Agujero de gusano, a lo mejor aparece en otra dimensión y, si como parece ser conseguimos en un futuro viajar a través de ellos, podemos encontrarnos la grata sorpresa de recuperar todo lo que perdimos en un tiempo. ¿Os imagináis recuperar nuestras casas, bicicletas, días tranquilos sin amenazas del ejecutivo ni agobios económicos? Qué felicidad, simplemente todo era un mal sueño.

Con el euro pasa también que te acercas al famoso horizonte de sucesos sin darte cuenta, andas feliz y confiado, te distraes un poco y !zas !: ya estas en el horizonte de sucesos. Es decir, la presión fiscal, la bajada de sueldo, el recorte de la pensión… y de ahí no sales ni agarrado a los anillos de Neptuno, que como son de polvo de poco te van a servir. Además, los que te ven desde otra dimensión te echan la bronca por torpe y por hacer mal las cosas. “¿Por qué te acercaste tanto si no tenías el control? Eso te pasa por creerte Superman y volar por encima de tus posibilidades, inútil”. Y todo esto en alemán.

Lo curioso es que sí hay una zona por la que parece ser que no te desintegras, justo en el centro del agujero. Pero ahí están los que lo han organizado todo y se van de rositas. Perdona, todavía hay clases. Si no, el euro y el universo serían muy injustos con los mas listos y con enorme capacidad para liarla.

Otra cosa apasionante y peculiar del euro es el principio de incertidumbre. Si, como el de Heisenberg, nunca le pillas, está en tantas partes y ninguna al mismo tiempo que siempre se te escapa, creías que estaba en tu banco y no está, en tu nomina y tampoco, en tu bolsillo !tampoco!. Luego  aparecen todos juntos en Suiza, cómo no, encima justo del LHC. Es decir, de “El Gran Colisionador de Hadrones”; de ladrones no, de Hadrones. Supongo que es el lugar más seguro porque quién va a sospechar de un país que trabaja junto con otros, incluida España, en algo tan importante como la búsqueda del Boson de Higgs, la famosa partícula de Dios, el principio de la gran explosión.

Ojalá la encuentren pronto porque, si no, como el euro siga su evolución  cuántica, poco importará a los supervivientes cómo empezó todo, sabiendo que el agujero negro se nos sigue tragando inexorablemente.

¡Cómo no se me habrá ocurrido antes acudir a la física para entender lo que nos pasa! Espero que lo disfrutéis.